ESTUDIO TRASCENDENTAL
(A MICHELLE CLIFF)
Esta tarde de agosto he estado conduciendo
por carreteras secundarias bordeadas por zanahoria silvestre,
mi coche asustando ciervas jóvenes en los prados: una de ellas
tomó una ronca bocanada de aire y sus
cuatro cervatillos brincaron tras ella
hacia los oscuros arces.
Dentro de tres meses serán blanco
de cazadores fugitivos que se regodean
en el poder destructivo de un fin de semana,
gatillos que aprietan hombres armados borrachos, a veces
tan ineptos como para dejar al animal destrozado
aturdido en su propia sangre. Pero esta tarde, bien entrado el verano,
los ciervos están todavía vivos y libres,
mordisqueando manzanas de ramas prematuramente cargadas,
tan pesadas, tan encapsuladas
por fruta ya amarillenta
que parecen eternas, hesperias,
en el aire nítidamente afinado, palpitante de grillos.
Más tarde, de pie en el patio,
mis nervios cantan la inmensa
fragilidad de toda esa dulzura,
este verde mundo ya sentimentalizado, fotografiado,
anunciado a muerte. Aún así, persiste
tenaz más allá del falso Vermont
de antiguos tablones de establo a los que se da un barniz de discoteca,
nieve artificial, el enfermizo Vermont de niños
concebidos en la apatía que se hicieron adultos en inviernos
de violencia de garrafón,
la pobreza haciendo rechinar sus dientes como un gato ciego a sus vidas.
Aún así, persiste. Al desviarme hacia un camino de tierra
por evitar los bruscos cortes que arrollan un pueblo tranquilo
debido a la escapada turística a Canadá,
me he sentado en una cerca de piedra sobre un gran campo mullido
en pendiente,
novillas abstraídas, una granja
que apacible inclina sus planos bajo la apacible luz,
un olmo muerto que alza sus descoloridos brazos
sobre un verdor tan tupido de vida,
diminuta, efímera vida -babosas, topos, faisanes, mosquitos,
arañas, polillas, colibríes, marmotas, mariposas-,
que una vida es demasiado reducida
para entenderla toda, empezando por las enormes
rocas madres que subyacen a toda esa vida.
Nadie nos dijo nunca que teníamos que estudiar nuestras vidas,
hacer de nuestras vidas un estudio, como si aprendiéramos historia natural
o música, que debíamos empezar
con los ejercicios sencillos primero
y avanzar poco a poco intentando
hacer de nuestras vidas un estudio, como si aprendiéramos historia natural
o música, que debíamos empezar
con los ejercicios sencillos primero
y avanzar poco a poco intentando
los difíciles, practicando hasta que la fuerza
y la precisión fueran a una con la audacia
de saltar hacia la trascendencia, correr el riesgo
de derrumbarnos en el furioso arpegio
o fallar la frase completa de la fuga.
—Y en realidad no podemos vivir así: asumimos
todo a la vez antes de haber empezado siquiera
a leer o marcar el compás, nos vemos forzadas a comenzar
en mitad del movimiento más difícil,
el que está ya sonando cuando nacemos.
Cómo mucho se nos conceden unos cuantos meses
en los que sin más escuchamos la sencilla línea melódica
de una voz de una mujer cantándole a un niño
contra su corazón. Todo lo demás es demasiado prematuro,
demasiado repentino, la desgarradora separación, el latido de esa mujer
escuchado en adelante desde la distancia,
la pérdida de esa nota tónica que resuena
cada vez que estamos felices o desesperadas.
Todo lo demás parece por encima de nosotras,
no estamos preparadas para ello, nada dicho
es cierto para nosotras, a quienes sorprendió desnudas el argumento,
el contrapunto, que intentamos leer a primera vista
algo cuyo ritmo nuestros dedos no pueden seguir, aprender de memoria
algo que ni siquiera sabemos leer. Y sin embargo,
esto es para lo que nacimos. No somos virtuosas
ni niñas prodigio, no hay prodigios
en este ámbito, sólo un ofuscado, terco
aferrarse al timbre, los tonos de lo que somos
—incluso cuando todos los textos lo describen diferente.
Y no somos intérpretes, como Liszt, que compitan
contra el mundo en velocidad y brillantez
(la pianista de setenta y nueve años dijo cuando le pregunté
¿Qué hace a un virtuoso: La competitividad).
Cuanto más vivo, más desconfío
de la teatralidad, del falso glamour que irradia
la actuación, más reconozco su pobreza al lado de
las verdades que rescatamos de
nuestras vidas abiertas en canal.
La mujer que sentada observa, atiende,
sus ojos moviéndose en la oscuridad,
está ensayando en su cuerpo, escuchando hasta el final en su sangre
una partitura que se desencadena en su interior tal vez
gracias a algunas palabras, unos cuantos acordes desde el escenario:
un relato que sólo ella puede contar.
Pero llegan momentos –quizás éste es uno de ellos–
en que tenemos que tomarnos más en serio o morir;
en que tenemos que retractarnos de los conjuros,
los ritmos a los que nos hemos dirigido sin pensar,
y emanciparnos, entregarnos
al silencio, o a una escucha más severa, purificadas
de oratoria, fórmulas, coros, lamentos, electricidad estática
que sobrecarga los cables. Cortamos los cables,
nos encontramos en caída libre, como si
nuestro verdadero hogar fueran las soledades
adimensionales, la fisura
en la Gran Nebulosa.
Nadie que haya sobrevivido para hablar
una lengua nueva ha podido evitar esto:
el desprenderse de una vieja fuerza que la mantenía
arraigada a un viejo suelo,
el tono de la más absoluta soledad
donde ella misma y toda la creación
parecen igualmente dispersas, ingrávidas, su ser un grito
al que ningún eco regresa o puede regresar jamás.
Pero en realidad siempre fuimos así,
desarraigadas, desmembradas: saberlo marca la diferencia.
El nacimiento nos despojó de nuestros derechos,
nos arrancó de una mujer, de las mujeres, de nosotras mismas,
tan pronto
y el coro entero que zumbaba en nuestros oídos
como mosquitos no nos contó nada, nada
sobre nuestros orígenes, nada de lo que necesitábamos
saber, nada que pudiera re-membrarnos.
Solo: que es antinatural
la nostalgia por una mujer, por nosotras mismas,
por esa intensa alegría ante la sombra que su cabeza y sus brazos
proyectan en una pared, sus fuertes o finos
muslos, sobre los que descansamos, carne contra carne,
la mirada firme frente al amor; el olor de su leche, su sudor,
el terror de que desaparezca, todo fundido en esta hambre
del elemento que han denominado el más peligroso, ser
alzada sin respiración sobre su pecho, mecerse en ella
—aún siendo rechazadas, abandonadas de nuevo, comprender
en un súbito pensamiento claro como el agua de mar,
trémulo como el minúsculo, esférico, amenazado
saco de huevos de un nuevo mundo:
Esto es lo que ella era para mí, y así
es como puedo amarme:
como sólo una mujer puede amarme.
Nostálgica de mí, de ella, porque, una vez que se desata
la ola de calor, se manifiestan nítidos
los tonos del mundo: nube, rama, muro, insecto, la mismísima alma
de la luz:
nostálgica porque se articula
la cúpula acanalada del deseo: Soy la amante y la amada,
hogar y nómada, la que parte
la leña y la que llama a la puerta, una desconocida
en la tormenta, dos mujeres acordes, frente a frente,
midiendo su espíritu,
su ilimitado deseo,
toda una nueva poesía que comienza aquí.
La visión empieza a tener lugar en una vida así,
como si la mujer, en silencio, se alejara
de la discusión y la jerga de una habitación
y, tras sentarse en la cocina, comenzara a dar vueltas en su regazo
a trozos de hilo, retales de calicó y terciopelo,
a extenderlos, distraída, sobre las tablas fregadas,
a la luz de la lámpara, junto con pequeñas conchas irisadas
enviadas entre algodones desde algún lugar lejano,
y madejas de asclepias del prado más cercano
–seda doméstica original, los más delicados hallazgos–,
y el pétalo añil de la petunia,
y la seca cinta marrón oscuro del alga;
sin olvidar tampoco el bigote plateado
perdido por el gato,
la espiral del nido de avispas papeleras enroscada
al lado de la pluma amarilla del jilguero.
Semejante composición no tiene nada que ver con la eternidad,
el afán de grandeza, la brillantez:
sólo con las cavilaciones de una mente
al unísono con su cuerpo, dedos experimentados que empujan con calma
oscuro contra brillante, seda contra tosquedad,
que aúnan los principios de una vida
no con mera voluntad de virtuosismo,
sólo cuidado por las proteicas, infinitas
maneras en que se encuentra a sí misma,
convirtiéndose ahora en el fragmento de cristal roto
que corta la luz en una esquina, un peligro
para la carne, ahora en la abundante, suave hoja
que, enrollada alrededor del dedo palpitante, alivia la herida;
y ahora en los cimientos de piedra, más lejos aún: la roca madre
que toma forma bajo todo lo que crece.
Adrienne Rich, El sueño de una lengua común
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