Charlotte Brontë, ante la negativa de los editores cuando enviaba manuscritos para ser publicados, empezó a mostrar todos los signos de la frustración de una joven escritora: estaba enfadada consigo misma por permanecer desconocida y enfadada con el mundo por su renuencia a conocerla. Se enfrentaba a uno de los más grandes desafios, el sexismo en los círculos literarios de su época. Envió algunos poemas a Robert Southey, el poeta laureado, quien respondió que "la literatura no puede ser el negocio de la vida de una mujer, y no debería serlo." Tenía veintiún años, y envolvió este espantoso consejo con una nota de su propia mano: "Consejo de Southey para ser guardado para siempre."
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