jueves, 16 de octubre de 2014

El silencio de las sirenas



Hay pruebas de que inadecuadas, incluso pueriles medidas, pueden servir para rescatarnos del peligro. He aquí la prueba:

Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de su nave. Naturalmente todos y cada uno de los navegantes podrían haber hecho lo mismo, excepto aquellos a los que las sirenas habían atraído desde distancias muy lejanas; sin embargo, era sabido en todo el mundo que tales medidas eran completamente ineficaces. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, y la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Pero Ulises no pensó en eso, aunque probablemente había oído hablar de ello. Confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas, e inocente, orgulloso de su pequeña estratagema, salió a navegar en busca de las sirenas.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. Y aunque es improbable que algo semejante haya sucedido, es probable que alguien, alguna vez, se hubiera salvado de su canto, pero seguro que nunca de su silencio. Ningún sentimiento ni poder terrenal puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

De hecho, cuando Ulises se aproximó a ellas, las poderosas cantantes no cantaron, tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar su canto.

Pero Ulises, (para expresarlo de alguna manera), no oyó el silencio. Pensó que ellas cantaban y que era él el que no podía escucharlas. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos, pero creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. Pronto, sin embargo, todo esto comenzó a desaparecer gradualmente de su vista al tiempo que él fijaba su mirada en el horizonte; las sirenas se desvanecieron literalmente , y él no supo más de ellas justo en el preciso momento en el que ellas estaban más cerca de él.

Y ellas, más hermosas que nunca, estiraban sus cuellos y se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no deseaban seducir, tan sólo querían atrapar tanto como pudieran el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron como habían estado; lo único que había sucedido es que Ulises había escapado de ellas.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Franz Kafka, El silencio de las sirenas
Escultura, por Chiang Mai

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