miércoles, 3 de junio de 2015


"Escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul arriba, en mi habitación, la de los armarios azules, ¡ay!, ahora destruidos por los jóvenes albañiles. A veces, también escribía aquí, en esta mesa del salón.

He conservado esa soledad de los primeros libros. La he llevado conmigo. Siempre he llevado mi escritura conmigo, dondequiera que haya ido. A París. A Trouville. O a Nueva York. En Trouville fijé en locura el devenir de Lola Valérie Stein. También en Trouville, el nombre de Yann Andréa Steiner se me apareció con inolvidable evidencia. Hace un año.

La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Y, ante todo, nunca debe dictarse a secretaria alguna, por hábil que sea, y, en esta fase, nunca hay que dar a leer lo escrito a un editor.

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, una se pregunta qué es ese silencio que la rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel periodo de mi primera soledad ya había descubierto que lo que yo tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: «Escribe, no hagas nada más».

- Marguerite Duras, Escribir

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