Cuando el verano acabase, mi
hermana iba a ir a la escuela.
Nunca más quedarse en casa con
los perros,
esperando que le llegase el
momento. Nunca más
jugar a las cocinitas con mi
madre. Se estaba haciendo mayor,
ya podía ir en coche con los
padres que se turnaban para llevarnos.
Nadie quería quedarse en casa. La
vida real
era el mundo: una descubría la
radio,
bailaba la reina de los cisnes.
Nada
justificaba a mi madre. Nada
justificaba
dejar de lado la radio porque una
advirtiera finalmente
que era más interesante hacer las
camas,
tener hijas como mi hermana y yo.
Mi hermana vigilaba los árboles;
las hojas
no cambiaban de color con
suficiente rapidez. No cesaba de preguntar
¿ya era otoño, hacía suficiente
frío?
Pero todavía era verano. Yo yacía
en la cama,
escuchando la respiración de mi
hermana.
Alcanzaba a ver su pelo rubio a
la luz de la luna;
bajo la sábana blanca, su pequeño
cuerpo de duende.
Sobre el escritorio podía ver mi
nuevo cuaderno.
Estaba como mi cerebro: limpio,
vacío. En seis meses
lo que estuviera escrito allí
estaría también en mi cerebro.
Contemplaba el rostro de mi
hermana, un lado enterrado en su oso de peluche.
La estaba guardando en mi cabeza,
como un recuerdo,
como los hechos que figuran en un
libro.
Yo no quería dormir. Nunca quería
dormir
en esa época. Después no quería
despertar. No quería
que las hojas cambiaran de color,
que la noche cayera más temprano.
No quería amar mi ropa nueva, mi
cuaderno.
Sabía lo que era: un soborno, una
distracción.
Como la excitación del colegio:
la verdad era
que el tiempo avanzaba en una
dirección, como una ola alzando
la casa entera, entero el pueblo.
Encendí la luz para despertar a
mi hermana.
Quería a mis padres despiertos y
alerta; quería
que dejaran de mentir. Pero nadie
despertó. Me senté en la cama
a leer mis mitos griegos, a la
luz de la pequeña lámpara.
Las noches eran frías, las hojas
cayeron.
Mi hermana se había cansado del
colegio, echaba de menos estar en casa.
Pero era demasiado tarde para volver,
demasiado tarde para detenerse.
El verano había pasado, las
noches eran oscuras. Los perros
usaban mantas de lana para salir.
Y después acabó el otoño, el año
acabó.
Estábamos cambiando, crecíamos.
Pero
no era algo que una decidiera
hacer:
era algo que ocurría, que una
no podía controlar.
Pasaba el tiempo. El tiempo nos
llevaba
cada vez más rápido hacia la
puerta del laboratorio,
y después, al otro lado de la
puerta, hacia el abismo, la oscuridad.
Mi madre revolvía la sopa. Las
cebollas,
era un milagro, se volvían parte
de las patatas.
Ilustración, Andrea Kowch
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