lunes, 19 de enero de 2015

Louise Glück: Radium



    
Cuando el verano acabase, mi hermana iba a ir a la escuela.
Nunca más quedarse en casa con los perros,
esperando que le llegase el momento. Nunca más
jugar a las cocinitas con mi madre. Se estaba haciendo mayor,
ya podía ir en coche con los padres que se turnaban para llevarnos.

Nadie quería quedarse en casa. La vida real
era el mundo: una descubría la radio,
bailaba la reina de los cisnes. Nada

justificaba a mi madre. Nada justificaba
dejar de lado la radio porque una advirtiera finalmente
que era más interesante hacer las camas,
tener hijas como mi hermana y yo.

Mi hermana vigilaba los árboles; las hojas
no cambiaban de color con suficiente rapidez. No cesaba de preguntar
¿ya era otoño, hacía suficiente frío?

Pero todavía era verano. Yo yacía en la cama,
escuchando la respiración de mi hermana.
Alcanzaba a ver su pelo rubio a la luz de la luna;
bajo la sábana blanca, su pequeño cuerpo de duende.

Sobre el escritorio podía ver mi nuevo cuaderno.
Estaba como mi cerebro: limpio, vacío. En seis meses
lo que estuviera escrito allí estaría también en mi cerebro.

Contemplaba el rostro de mi hermana, un lado enterrado en su oso de peluche.
La estaba guardando en mi cabeza, como un recuerdo,
como los hechos que figuran en un libro.

Yo no quería dormir. Nunca quería dormir
en esa época. Después no quería despertar. No quería
que las hojas cambiaran de color, que la noche cayera más temprano.
No quería amar mi ropa nueva, mi cuaderno.
Sabía lo que era: un soborno, una distracción.
Como la excitación del colegio: la verdad era
que el tiempo avanzaba en una dirección, como una ola alzando
la casa entera, entero el pueblo.

Encendí la luz para despertar a mi hermana.
Quería a mis padres despiertos y alerta; quería
que dejaran de mentir. Pero nadie despertó. Me senté en la cama
a leer mis mitos griegos, a la luz de la pequeña lámpara.

Las noches eran frías, las hojas cayeron.
Mi hermana se había cansado del colegio, echaba de menos estar en casa.
Pero era demasiado tarde para volver, demasiado tarde para detenerse.
El verano había pasado, las noches eran oscuras. Los perros
usaban mantas de lana para salir.

Y después acabó el otoño, el año acabó.
Estábamos cambiando, crecíamos. Pero
no era algo que una decidiera hacer:
era algo que ocurría, que una
no podía controlar.

Pasaba el tiempo. El tiempo nos llevaba
cada vez más rápido hacia la puerta del laboratorio,
y después, al otro lado de la puerta, hacia el abismo, la oscuridad.
Mi madre revolvía la sopa. Las cebollas,
era un milagro, se volvían parte de las patatas.


           Louise GlückRadium, Las siete edades
           Ilustración, Andrea Kowch

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