LAS MUJERES YA NO QUIEREN CALLAR
a Carmen Luz Bejarano
y a todas las mujeres que hicieron de la escritura
una alfombra mágica para volar.
Sor Juana no murió por la peste sino de cinco palabras.
"Yo, la peor de todas", fue su triste derrota.
Ni sacerdotes, ni lacayos, ni nobles venidos de ultramar
lograron doblegar sus metáforas,
poderosas como espadas, brillantes como un rayo vengador.
Su mente de tan diáfana traspasaba los muros
de las convenciones y los cuerpos celestes
rodando noche tras noche sobre su implacable cabeza.
Cálculos, teoremas, astronomía, el verso perfecto,
¿qué no podían sus manos, sus bellos ojos de mestiza?
Administraba el convento y filosofaba con el polvo,
¿qué no podían sus labios de fresa, su pensamiento candente?
"Salvo tú misma, nadie es tu peor enemigo",
escribiría con certeza Emily Dickinson dos siglos después
y Sor Juana decidió humillarse ante ella misma
ser su peor enemiga
y morir.
¿Por qué las que portaban úteros y ovarios debían de callar,
por qué sus sombras se alargaban tristes y calladas al atardecer?
¿quién decretó el patrimonio de la tinta para un solo sexo?
Relámpagos sobre las cúpulas monacales recordaban
la fatua mortalidad en los virreinatos
dios y los hombres gobernaban con leyes, con sexo, con premura.
Ciudadano era quien portaba una espada, un escudo ibérico,
una bolsa de monedas manchadas con la sangre y la desdicha
de un continente domado.
Pero ser humano era cualquiera
encontrado muerto en los socavones de las minas,
mujeres reproductoras de nuevos habitantes en una vieja historia.
En Calca, Clorinda Matto observaba las altas cimas
y el verdor de mayo de sus tierras andinas.
¿Por qué la naturaleza se renueva y el mundo de los hombres no?,
¿qué maleficio estamos pagando en este reino?
Harta de preguntas y de ser desplazada
se alzó ante el oprobio y cabalgó por la escritura.
Ni la raza indígena ni las mujeres eran bestias en la viña del señor,
se repetía una y otra vez.
Hacía menos de cien años Olympia de Gouges había visto rodar
su frágil cabeza, aguillotinada por sus colegas que buscaban
como ella una nueva sociedad más justa,
más libre, más fraternal.
‘No debió meterse en asuntos impropios de la mujer’
‘¡qué locura redactar una declaración de la mujer y la ciudadana
si ya teníamos una perfecta para toda la humanidad!’,
gritaba la horda de revolucionarios franceses.
Temerosa, Clorinda escribía febril sus historias
seres sin hogar como las aves sin nido,
turbia semblanza de un país que soñaba ser blanco,
con mujeres de azúcar y hombres de traje y copa.
Loca, renegada, india bruta, escandalosa, insurrecta,
la humillaron costeños, señoriales, honorables ciudadanos
y la arrojaron del país como se lanza
un perro rabioso, atado y mil veces escupido, al mar.
Loca, demente, repitieron también a Mercedes Cabellos
y la destruyeron los que con la envidia y la intolerancia
edificaron un país.
Extraña es la mente de quienes expulsan de sus mundos
lo que les incomoda, lo que no encaja en sus cálculos diminutos.
Nunca entenderemos la extraña química cerebral de san Agustín
tildándonos de demonios sólo porque fornicó con miles de mujeres
y los ojos se les blanqueaban de placer y profería alabanzas,
el cuerpo entero le temblaba como un poseso
y como un poseso corría detrás de todas arrobado por la dulzura
de sus caderas, por la deliciosa caída de sus senos,
buscando ese desesperado instante en que rozaba la eternidad,
como un dios.
Culpable y asqueado, arrojó de sí la espina y la llamó demonio.
Como una espina fue en las mujeres el amor de los hombres.
Delmira Agustini murió confirmando esa ley con una bala en su pecho.
María Luisa Bombal escribió todas las desdichas de todas
las esposas y luego disparó contra su amor.
El rumor de la infelicidad en “La última niebla”,
un aborto en “La amortajada”,
el liberador destino de las mujeres en “El árbol”.
¿Por qué cuando por fin las mujeres podían escribir, después
de tantos siglos de luchas, sólo escribían de sus penurias?
Alfonsina Storni, cantarina, chúcara y siempre rebelde
antes de hundirse en el mar enseñaba:
"Bien pudiera ser que todo lo que en verso he sentido
no fuera más que aquello que nunca pudo ser,
no fuera más que algo vedado y reprimido
de familia en familia, de mujer en mujer".
Tres años después, en la otra orilla del Atlántico,
Virginia Woolf también ahogaba en las aguas
a mises Dalloway, sus tres guineas, la androginia de Orlando,
la mañana tan triste en que no pudo entrar a la biblioteca pública
por ser mujer.
Alfonsina y Virginia flotando en las aguas
aprendiendo con la muerte la implacable lección de ser
finalmente
arrastradas dóciles por la marea,
con los labios blancos como estatuas
cansadas de luchar palabra tras palabra contra la corriente.
¿Acaso no es más fácil ser construida con la mirada ajena,
existir sartreanamente para el otro, sentir freudianamente
la envidia del pene, tener hegelianamente sólo orgasmos vaginales?
¿Escribir sobre amores y cocinas, ser hembras de machos poderosos,
gemir en los poemas, ser lineales, ganar premios de obediencias?
Rosario Castellanos espetó a todas: “Poesía no eres tú”
y la tarea de recoger ladrillo tras ladrillo era más penosa
que imitar al resto y sentenció, otra vez: “Mujer
que sabe latín, no se casa, ni tiene buen fin”,
después un rayo fulminante –atrapado en los amperios
de un insignificante foco– la partió en dos
y cayó vencida de tanta luz.
De ese mismo fuego se nutrió y murió Clarice Lispector.
¡Ah, Clarice, Clarice!,
nunca nos hablaste de la herida que te mantenía insomne,
mejor era el silencio
y construir esas historias tan diminutas y tan vastas,
como un inmenso y sediento desierto atrapado en un dedal.
¿Por qué tenías que matar a la mujer enamorada en “El búfalo”
y en “Amor” trastocaste de esa manera a la burguesa
que no alcanzaba a comprender cómo un ciego
podía masticar un chicle indiferente al rugir
de las vías del tranvía?
¿Por qué en “Preciosidad” asesinaste
como quien mata veloz y hábil a una mosca
la aspiración femenina de la adolescencia?
Tacos, peinados, la falda ondulante, la risa leve, el corazón a prisa
toda esa dulce parafernalia la aplastaste como a una mosca,
hábil y veloz.
Sin ti ya no puedo vivir, Clarice.
Dudo que ninguna mujer pueda ser la misma después de leer
“El crimen del profesor de matemáticas”
y la agonía lacerantemente femenina de “El búfalo”.
La muerte es una mosca revoloteando la fruta.
Molesta, diminuta, esquiva,
su zumbido nos recuerda la materialidad,
que es el cuerpo,
acosadora, siempre acosado
el cuerpo.
“Ejercicios materiales” es lo que hacemos las mujeres
cuando escribimos poesía.
Blanca Varela miró el mar de Supe y creó el universo
en “Ese puerto existe”
y la muerte que ronda la vida
en “Casa de cuervos”
y la triste y luminosa misión de quienes escribimos poesía
en “Pobres matemáticas”.
Carmen Luz Bejarano también atrapó el mar
sus mareas y caracolas encerrándolas en palabras.
De los parajes de Acarí conocía las casas aplastadas a la tierra.
Nada crecía sino la esperanza
y la poesía era la alfombra mágica que la transportaba
a otros cielos más luminosos.
¡Ah, poesía, sólo ella entiende de elevaciones,
de precipicios a la hora del verso!
Atrapada en ese áspero paisaje ella soñaba:
“Casandra despliega sus paisajes interiores,
un universo que cabe en sus pequeñas manos
...Casandra ama sus íntimos paisajes”.
Extensa, incisiva, casi lacerante
me he derramado en estas letras.
No aspiro como Sor Juana a morir de cinco palabras.
En verdad, ya nadie muere de esa intoxicación simbólica.
Sólo he buscado como Casandra atrapar en mis pequeñas manos
la ira
el dolor
los desamores
de las mujeres que con sus cuerpos
y sus obras
narraron la letanía y el furor de sus épocas
fieles
siempre fieles
a sus paisajes interiores.
1 de septiembre de 2003
- Doris Moromisato, Diario de la mujer es ponja
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