cuaderno de su viaje a Italia. 1819 (x)
notas sobre Venecia 1819, y dos bocetos de paisajes ásperos y no identificados, así como algunas notas sobre el pintor veneciano 'Palma'
Notas sobre la luz del sol, con un diagrama c.1809 (x)
Sólo lo
que vemos anuncia el esplendor. La luz es más poderosa que la fatiga y el
terror. Esperad con júbilo la rágafa y el destello del cielo. Son ellos el
pulso que animará vuestra alma. ¡Confiad en el relámpago!
***
El
feroz rigor de una estampida salvaje vuelve hacia ti el velamen de tu propio
cuerpo.
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El paisaje inflama tanto el aire que la vista ya no resiste y el horizonte enceguece de fuego.
***
El
fuego conversa con las aguas más pobres. Una llama es un desvío.
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Los
colores están detrás de otros colores. Tras ellos, los colores verdaderos toman
distancias. Todo brilla detrás de otra imagen que no alcanzamos a ver jamás.
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Mis
ojos no ven claramente. La bruma se posa en este puerto y no zarpa. Llevo horas
de tinieblas y soledad. La distancia no me ofrece nada. La luz no me pertenece.
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Leí una
vez en Filodemo que había una correspondencia entre la enfermedad y color. He
seguido estas tendencias modernas, no tanto por arrimar mi intuición al arte de
la medicina, sino como una continuación de mi oficio. Nos curamos con los que
enfermamos.
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Los
elementos viajan en sí mismos. Voy tras ellos. No hay quietud posible. Los
reflejos pertenecen a una categoría inanimada. No permitiré que me distraigan
en este amanecer.
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El peso
de la luz sobre los objetos contiene al mundo. Se trata de un poderoso faro
alejado de todas las costas a las que arribamos.
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He leído una vez que Dios se complacía mostrándose en lugares húmedos. El agua sería un vehículo de la divinidad; quizá sea ése el motivo por el cual la estadía en Venecia me resulte perturbadora y, a la vez, un puntum caecum (mancha ciega).
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La luna no me pertenece, tenemos un contrato. Cada cual se retira si no hay nada.
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Detrás de las grises nubes veo fuego. Por la noche el fuego llegará a la triste ciudad y su agua no podrá con él. El cielo depositará antorchas sobre los canales y explotará la furia.
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Mi corazón también ha sido una tormenta; más de una vez he bebido mis frascos con agua de pinturas. ¿Para qué?
No he estado lo suficientemente insano para tragarme mis acuarelas pero lo he pensado. ¡De qué serviría una muestra íntima del viejo Joseph a la altura de las costillas!
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He navegado con la triste góndola por la tarde. El silencio de los canales anunciaba algo feroz. La marcha de mi barca cedía su paso al crepúsculo. El gondolero no bajaba la vista y apenas movía su cabeza para saludar. El remo golpeaba el agua espesa. Un furioso relámpago cayó tras la cúpula de Santa María de la Salud. Sentí que algo terrible ocurriría. En mi alma ya se había desatado la tormenta que más tarde azotaría a la Serenissima.
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Durante los últimos quince días de octubre he esperado un relámpago (como Teresita espera en la oscuridad un espasmo), del mismo modo que se espera a un familiar que viene por la herencia.
Ayer tuve uno que quiso más de mí. Un relámpago blanco con un filamento similar a una extensión líquida de oro. Giorgone habría sabido qué hacer con él, yo quedé indefenso, dudando de la posibilidad del arte.
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Las figuras son arrastradas sin piedad. No hay formas que soporten tal acometida.
¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?
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Nadie viene por ti y procuro acompañarte. Mi vista persigue tu ira desde la tela.
¡Arranca también su color! ¡Vence a mis paletas!
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Vuelva mi alma y tu salvaje danza no repara en ello.
¿No tienes ojos, acaso? Tifón: ¡tu puerto no pertenece a nadie!
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¿Por qué teméis, transeúntes?
¿Por qué escapáis del horizonte enceguecido?
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Mis ojos no ven claramente. La bruma se posa en este puerto y no zarpa. Llevo horas de tinieblas y soledad. La distancia no me ofrece nada. La luz no me pertenece.
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Acaso el ojo sea lo que enciende el universo.
¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?
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El encanto del cielo y la luz de las estrellas apartan el mundo desolado.
La noche tiene los colores del mar. Navego en silencio.
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La luna permanente y el agua discontinua. Así hay que comenzar cualquier biografía. Ayer viajé en una pequeña embarcación. La salida fue con tormenta. Entrados en el mar, fuimos visitados por un prisma de colores de una cúpula octogonal. Tomé unos apuntes en estado de bruma.
Las hojas del cuaderno se mojaban y la tinta se diluía por efecto de la humedad, como si alguna fuerza propia se encargara de hacer desaparecer los bocetos y las palabras: comulgar.
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Deterioro del cuerpo: perdida progresivas de la vista, dolor en uno de los pies, dificultad para mantener el tronco erguido, inadecuado comportamiento donde haya más de tres personas, baja tolerancia a los condimentos, irritación de la cadena sanguínea, palpitaciones, erupciones exquisitas en la frente, en los talones y en los dedos de los pies, problemas digestivos, insomnio. A cada uno de estos desencantos le he atribuido un color.
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Una mujer rubia refleja con estridencia el amarillo, que es el color de la distancia y de la jaqueca. La migraña se asemeja demasiado al cabello de la dama que acaba de sentarse a la mesa contigua que ocupo en el café Florian, que ocupo desde hace mucho. Me alejo sin quererlo.
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El dolor en uno de mis pies (el izquierdo), por ejemplo, tiene atribuciones del verde, pero en un registro bajo, muy bajo, como el grosero verdín, ya pasado, que se encarama en las grietas. Trabajo sobre ese color intensamente durante semanas buscando exorcivamente variarlo en su composición, no hacia el ocre (que bien está como trastorno digestivo) sino hacia la primera gracia que muestra el rosa opaco.
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Leí una vez en Filodeno que había una correspondencia entre la enfermedad y color. He seguido estas tendencias modernas, no tanto por arrimar mi intuición al arte de la medicina, sino como una continuación de mi oficio. Nos curamos con los que enfermamos.
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Los colores están detrás de otros colores. Tras ellos, los colores verdaderos toman distancias. Todo brilla detrás de otra imagen que no alcanzamos a ver jamás.
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El desenlace del cielo, cada una de las estrellas en el día de su boda, las cintas cayendo, ¡la cabeza de un cerdo sobre la platería! ¡Con sus huesos cocidos de más, olorosos, oh, el gran hocico de la noche!
Nuestro es el mundo, hay otro vida detrás de los colores.
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Los maestros holandeses me han dado una pequeña idea: cerrar los ojos.
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El peso de la luz sobre los objetos contiene al mundo. Se trata de un poderoso faro alejado de todas las costas a las que arribamos.
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Los elementos viajan en sí mismos. Voy tras ellos. No hay quietud posible. Los reflejos pertenecen a una categoría inanimada. No permitiré que me distraigan en este amanecer.
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En un tabique de mi recama han anidado unos minúsculos insectos de cabeza grisácea. En un principio pensé que se trataba de ciertas hormigas que ya había visto en los interiores de la Dogana. Limpié con brea la zona, instalé nuevamente la madera sobre el hueco. De noche, el ruido producido por sus desplazamientos me ha resultado conmovedor. Se advierte que arrastran elementos de un lado a otro, como si el propósito fuera refundar ciudades o llevar de aquí para allá una magnitud de materia deplorable. El depósito de esas construcciones deja un polvillo cetrino por encima de los zócalos.
Cuando en 1840 pinté la Vista de la Dogana: San Giorgio Maggiore, utilice el polvillo como material de la acuarela; la textura más clara se evidencia en la cúpula del campanario.
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Ayer fui a la barbería que está cercana al Ponte delle Tette camino a la iglesia de San Cassiano. El babero es un hombre con una enorme nariz enfermiza (los veintiséis bocetos serán clasificados y rotulados como "estudios sobre una rinofima"). Hubiera querido tratar esa protuberancia de cerca, si fuera posible con lentes de fuerte aumento. En el descanso, sobre el pequeño hueco que antecede a la curva exponente de pulpa carnosa, un extraordinario ramillete de pequeñas venas violáceas sobresalía; un espectáculo que la propia enfermedad brindada como testimonio de su estrago. La belleza de ese racimo era atroz y conmovedora. Había visto algo semejante en los hongos que proliferan en los maderos del muelle; y así como en aquella oportunidad volví con una espátula a los muelles para llevarme el acontecimiento a mi taller, habría querido esta vez arrancarle al barbero ese tesoro de su nariz para llevármelo y tratarlo, hasta obtener la aprobación de Reynolds.
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No les daré lo que esperan de mí. Destruyan mis dibujos. Arrojen al mar mis apuntes.
Olviden mis pinturas. Partiré hacia donde no me esperen. Viajaré sujeto a la misma tempestad que azota mi alma. Nada detendrá mi anhelo de respirar el aliento de Dios.
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De haber sido un dios, no habría perpetuado la imagen; la imagen ha destronado la posibilidad de lo semejante. El pensamiento que busca la imagen es rastrero, aquel que busca lo semejante es lo divino.
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Imagino el misterio de Dios como una aguja (o como un pequeño pincel en mis manos).
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Mi madre me despertaba a primera hora del día con un pedazo de luz; Dios estaba en sus rodillas sin hacer ruido: Mi casa era silenciosa.
- W. Turner, "El cuaderno rescatado", recopilación de fragmentos por Javier Cófreces-Alberto Muñoz, desde su libro, Venecia Negra.
Con Turner, la pintura romántica llegó a una de sus cumbre. El pintor inglés difuminó las formas y liberó el color para expresar una visión íntima de una naturaleza impregnada de una misteriosa belleza.
Sólo se conservan unas pocas notas de los quizás cientos de cuadernillos que Turner escribió a propósito de su pintura y el arte. A los veinte años de su muerte, en 1874 se hallaron uno de sus cuadernos. Estaba muy deteriorado y se hallaba escondido en la habitación donde el pintor se alojaba habitualmente cuando visitaba Venecia. Por esta degradación, sólo se pudieron rescatar no más de veinte hojas. En 1881 la Clore Gallery en Londres organizó una retrospectiva del gran pintor inglés donde los textos supervivientes fueron presentados por primera vez.
Esos pasajes recuperados, proceden de una obra dedicada a Venecia por dos autores argentinos: Venecia negra, de Javier Cófreces y Alberto Muñoz. Estos textos son una versión parcial de esa selección presentada en el capítulo VII "El cuaderno rescatado", de esta obra que a su vez fue recogido de un catálogo de una muestra de Turner en la National Gallery de Washington, de 1974.
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