"Mi madre, eso le da de repente, hacia última hora de la tarde,
sobre todo durante las estaciones de sequía, hace lavar la casa de arriba
abajo, para limpiar, dice, para sanear, para refrescar. La casa está construida
en un terraplén que la aísla del jardín, de las serpientes, de los escorpiones,
de las hormigas rojas, de las inundaciones del Mekong, de las que siguen a los
grandes tornados del monzón. Esta elevación de la casa sobre el suelo permite
lavarla con grandes cubos de agua, regarla por entero como un huerto. Todas las
sillas están encima de la mesa, toda la casa chorrea, el piano del saloncito
tiene las patas en el agua. El agua desciende por las escalinatas, invade el
patio hacia las cocinas. Los criados jovencitos se sienten felices, estamos
todos juntos, con ellos, se riega, y después el suelo se enjabona con jabón de
Marsella. Todo el mundo va descalzo, la madre también. La madre ríe. La madre
no tiene nada que decir en contra de nada. La casa entera huele, despide el
olor delicioso de la tierra mojada después de la tormenta, es un olor que
enloquece de alegría, sobre todo cuando va unido a otro olor, al del jabón de
Marsella, el de la pureza, el de la honestidad, el de la ropa blanca, el de la
blancura, el de nuestra madre, de la inmensidad del candor de nuestra madre. El
agua desciende hasta las avenidas. Vienen las familias de los criados, las
visitas de los criados también, los niños blancos de las casas vecinas. La
madre está feliz con ese desorden. A veces la madre puede ser muy feliz, el
tiempo del olvido, el de lavar la casa puede resultar conveniente para la dicha
de la madre. La madre va al salón, se sienta al piano, toca las melodías que
sabe de memoria, que aprendió en la Normal. Canta. A veces toca, ríe. Se
levanta y baila sin dejar de cantar. Y cada cual piensa, y ella, la madre,
también, que se puede ser feliz en esta casa desfigurada que de repente se
convierte en un estanque, un campo a orillas de un río, un vado, una
playa."
Marguerite Duras “El
Amante”
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